Camino pre-mortem
Mi admirado Pablo Texón cuando llegó
a la cuarentena publicó una antología poética bajo el título de Media vida.
Carlos Marzal, en su último poemario, Euforia, trata de cuantificar los
libros que le quedan por leer, las cenas que tiene pendientes con sus amistades
o las veces que volverá a mirarse en el espejo. Rafael Chirbes, en sus últimos Diarios
publicados, reflexiona sobre la gran cantidad de museos que le quedan por
visitar y la infinita lista ciudades en las que debería haberse perdido y que
aún están pendientes; desde su Valencia natal, en sus últimos años (murió en
2015), consideraba que el mundo se había vuelto demasiado grande para abarcarlo
en una sola vida. La alargada sombra del ciprés de la muerte siempre presente.
Fuera del mundo de las letras, con una literatura más mundana
y popular (que no populista); siempre escuché hablar de la muerte con una
referencia localista. En cuatro días voy pal Recuncu, pa la Laguna, pa… siendo,
en estos casos El Recuncu o La Laguna la localización urbana de los camposantos
referidos. Estas palabras procedían de personas con mucho vivido, con más
sufrido y sin miedos a lo que quedaba por llegar. La muerte formaba parte de un
ritual establecido: extremaunción, mortaja con el traje de los grandes eventos,
rosario, pésames, funeral y paletada de cemento. No quiero olvidar en este punto
al sacristán/a de rigor, testigo silencioso de cuanto acontecía y encargado de
comunicar al resto del pueblo el fallecimiento a través de un tocado de campana
que llegaba a diferenciar entre fallecido o fallecida. Así me lo enseñó
Vitorina Llera, de Llibardón.
De esta
forma, podríamos resumir la antropología de la muerte en la España de Delibes,
Machado, Cela o la nuestra, la asturiana. Así, de un modo muy reduccionista y atrevido.
Muy atrás quedaban otros protocolos de enterramiento bien diferentes, pero siempre
condicionados por les perres.
La clase social a la que el difunto perteneciera condiciona el
número de coronas, la calidad de la madera del ataúd, la presencia o no de
coros en el funeral, el nicho o el panteón y el número de misas post mortem:
la del tercer día, la novena, la cabo novena y la treintena. Un auténtico
camino a la santidad.
El seguro de decesos marcó un antes y un después. Durante
décadas pagabas un seguro que te cubría todo. Un hecho que, en sus comienzos,
aliviaba a las clases sociales medias y bajas. Una auténtica preparación a la
muerte de la que no se escapaban ni los niños. Por si acaso. A lo largo de la vida
podías pagar tres o cuatro veces los gastos que incluía el conjunto de la pompa
fúnebre. Fueron pioneros Seguros La Purísima Concepción o Nuestra Señora de
Begoña pasando por las más actuales Santa Lucía y Ocaso para ser, hoy en día, un
complemento más del seguro de vida (siendo de muerte o de no vida). Como el
ganao “de vida”.
Los noventa fueron especiales en este andar: las pólizas
incorporaron una cláusula de incineración por cien pesetas más. Y aquella moda, que había nacido en la Grecia
más clásica, comenzó a ser muy bien aceptada por aquellos que veían una
oportunidad en la cremación y un concepto más higiénico que se alejaba de ser
comida de gusanos. A todo ello se reduce el coste de nicho o panteón, que no es
poco.
Cierto es que un grupo de numerosos de “pensadores pre-mortem”
no encuentran razón en el asunto del horno; más bien encuentran miedos y
temores.
Los memes de los 90, inspirados en sarcásticos comentarios de
barras de chigre, abarcaban el tema desde el calorín del momento, hasta
el intercambio más fantasioso a la posterior ubicación de la urna. He aquí un
amplio abanico de posibilidades. La primera opción, que ganaba por mayoría, era
la colocación en un lugar privilegiado en el salón comedor; sobre un tapete de
ganchillo y una etiqueta dorada con el nombre del difunto y la fecha del
deceso. Allí encima de la televisión; que dejó de ser la localización más
idónea con la llegada de los plasmas.
Las sucesivas ferias temáticas de decesos fueron progresando y
modernizando la entrega de las cenizas: las urnas adaptadas a portafotos, a
colgantes y anillos y hasta en urnas biodegradables con semilla de un árbol a
elegir.
Pero las últimas voluntades del difunto/a hay que respetarlas,
en la medida de las posibilidades. Y ahí quiero llegar. A esa voluntad que el
finado expresa en el café de una comida familiar o sobre el lecho de muerte: ¡A
mí me tiráis a la mar! ¡A mí a la cocina carbón! ¡A mí con el perro!
Y, al parecer, unos cuantos gritaron a la vez: ¡A mí tíresme
en el Naranco!
Los recientes incendios en el Monte Naranco de Oviedo dejan a
la luz un buen número de urnas con la chapina identificativa y la fecha de la
defunción. Con nocturnidad y un poco de alevosía fueron depositadas dando cumplimiento
a sus últimas voluntades.
Desconozco el procedimiento al respecto por las autoridades
competentes, pero mientras tanto…. Vamos a ver. Dejémonos de depositar cenizas
en montes, playas y rincones bucólicos o pastoriles. Un poco de sentido común.
De hacerlo háganlo sin urna, que luego pasa lo que pasa. Al final, la multa,
pal finado (o herederos del finado).
Mi recomendación: señores/as mortales, déjenlo por escrito,
no vivimos pa siempre. Detallen con criterio lo que desean que hagan con sus
cenizas. Pero háganlo con sentido común. El marrón que les queda a los
que quedan aquí es importante. Y repartir les cuatro perres de la herencia ye
lo que, de verdad, importa.
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