Regordetos

 Neños regordetos los hubo toda la vida. Y los habrá. Y formarán parte de la vida de las aulas, de los parques y de las obras de teatro o de las novelas infantiles. Yo fui uno de ellos. Los que vivimos la educación de los años 70 u 80 sabríamos reconocer a cada uno de estos niños y niñas que lucían bocadillos de bonito con mayonesa al recreo, sabían más de gastronomía que un chef con estrella Michelín y gastaban ropa en la sección de adulto.

La crueldad se respiraba en torno a estos niños y niñas. Yo recuerdo a ese malvado profesor de Educación Física, gimnasia por entonces, que te obligaba a dar otra vuelta más a la cancha por llegar el último en las carreras continuas. Y ese profesor/a se sentía satisfecho al decir: ¡mueve el culo! Y cuando había que elegir a compañeros/as para hacer equipos, el regordetu/la regordeta siempre era el último en ser escogido. Insisto, puedo dar fe. Pero siempre había una güela que daba solución a cierta incertidumbre: vale más tener que desear.

 

Llegaron otros tiempos y aquellos regordetos se convirtieron en los primeros que elegían a sus compañeros para hacer equipos y se sentían orgullosos porque se castigaba al que les insultaba. La incipiente y necesaria concienciación social y escolar de una comida saludable fue disminuyendo el número de regordetos. No obstante, a día de hoy, todos estamos aquí; con más o menos peso. Sin traumas y con más ansias de reparto de justicia que un presidente del Tribubal Supremo.

A Roald Dahl no se le escapó el tirón literario de los regordetos (y otros esteretipos sociales del momento); y los convirtió en protagonistas de sus historias. En Charlie y la fábrica de chocolate, Augustus Gloop, un niño obeso que no para de atiborrarse a chucherías, es el primero en ser eliminado del concurso para obtener el boleto de oro por querer beber del río de chocolate. En Matilda, el gordo de la clase es castigado a comerse una tarta gigante por su gula.

Pero también había otras alusiones que hoy pueden entenderse como excéntricas: en Cuentos en verso para niños perversos, otra de sus obras menos conocidas, Caperucita mata sin ningún reparo al lobo y se hace un abrigo con su pelaje. ¿Qué dirían hoy veganos o grupos ecologistas?

Los ingleses se revolvieron y consideraron que uno de sus máximos exponentes de la literatura infantil estaba equivocado. Así que la editorial responsable retocó los textos y publicó ediciones significativamente modificadas donde desaparecían estos estereotipos. Y así los hombres de las nubes ya no son hombres, son gente; los zorros son hembras y lo “enormemente gordo” ha quedado en “enorme”. Pero parece que la editorial ha tenido que dar marcha atrás. La propiedad intelectual del autor se veía vulnerada y la obra significativamente modificada.

Todo esto parecía un simple hecho anecdótico que no iría más allá de que los coleccionistas pudieran hacerse con un ejemplar modificado. Pero no. La censura de libros infantiles se dispara cada día. El último foco está en la feria de Literatura Infantil y Juvenil de Bolonia donde ya se habla de persecución de las temáticas.

Y las balas proceden desde todos los bandos. Desde el bando más conservador se pide la retirada de cuentos que protagonizan familias no tradicionales. Y es curioso que esta bala tiene su origen en los laureados EEUU. Del mismo modo, colectivos LGTBiQ critican obras poco inclusivas y ofensivas hacia su ideología. Y en este espectro no pueden faltar Rusia y China que prohibieron La guerra, de Jose Jorge y André Letria, ya que iba a publicarse poco antes de la invasión de Ucrania. Hasta el superventas español El monstruo de colores, de Anna Llenas, fue puesto en duda en el encuentro de Bolonia, acusado de una narración encasillada de las emociones. Tremendo.

            Observando este panorama uno ya no sabe qué pensar. La guerra en el territorio de la literatura infantil está más abierta que nunca. Las ideologías y las corrientes políticas adultas pretenden adulterar los cuentos y las novelas de niños  y jóvenes. Y entre bala y bala nos olvidamos de la necesidad imperiosa de que los niños/as lean (Leed malditos) y consigan un hábito que les promulgue a la excelencia. Y entre granada y granada nos olvidamos de la necesidad de fomentar un pensamiento crítico sobre lo leído y una reflexión personal que incluya propuestas integradoras. Y entre tanque y tanque seguimos dejándonos llevar por corrientes capaces de vulnerar cualquier estereotipo en vez de mostrarlo e invitar a la reflexión y al cambio. Y claro, puestos a denunciar, se denuncia hasta lo “indenunciable”.

Porque si algo tiene la literatura, tanto de niños como de adultos, es la capacidad de dar cabida a todo, porque todo puede y debe ser objeto de reflexión. Pasen los años que pasen, se construyan los movimientos que se construyan, lo que cuenta un cuento se debe entender y se debe reflexionar sobre ello. Para evitar o para promocionar.

Y no puedo cerrar estas palabras sin pensar si sería lo mismo la historia de Manolito gafotas en el caso de que fuese Manuel, el niño que usa lentes; y en qué estaría pensando Antonio Merceró cuando creó el personaje de Piraña en Verano Azul.

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