Sorda como Bethoven

 

Siempre tuve cierta admiración por las personas sordas. De pequeño, cuando los veía hablar el lenguaje de signos por la calle, me paraba, miraba y me daba qué pensar. Cuántas cosas dejaban de escuchar, de sentir y de identificar por culpa de una sordera.

En esa sensibilidad hacia el mundo del silencio, tuvo mucho que ver mi bisabuela, Antonina, sorda como una tapia. Alguien dijo que su sordera era producto de los miedos y los sufrimientos de la guerra, de aquella hija que se escurrió por el balcón y de un marido al que sacaron de casa mientras cenaba para subirle a un camión y fusilarlo al amanecer. Así que motivos tenía para que su oído se cansara de escuchar. Sin embargo, mi bisabuela, de riguroso luto lucía una cara blanca cubierta de polvos y sonreía de forma continua. Conmigo jugaba sentada en el suelo, un gesto que yo agradecía. Entre sus locuciones más famosas estaban ¡Ay qué caramba!, ¡Sin dinero no baila el perro! y un “soy sorda como Bethoven”.

Con los años crecí y pude ponerle cara al tal Bethoven, sordo y músico; un binomio al que accedí cuando era bastante más grande.  El caso es que el compositor alemán siempre despertó cierto grado de simpatía en mí, por encima de otros. Solo porque era sordo, como mi bisabuela. Llegué a saber bastantes cosas sobre él: que tuvo seis hermanos, que componía hasta para los perros muertos, que era enamoradizo a dolor sin ser capaz de consolidar un matrimonio, de carácter agrio, con costumbres raras y muchas enfermedades.

Incluso llegué a saber, en uno de esos reportajes dominicales que los padres de Bethoven fueron una de esas familias “helicóptero”; con un estilo de educar a los hijos en el que los padres tienen un comportamiento sobreprotector y demasiado controlador con los niños; algo que puede afectar al desarrollo emocional de estos. En casa eran la mitad helicóptero y de puertas para afuera ejercían de la “madre de la Pantoja”.  De hecho, para asegurarse de que el joven Beethoven era incluso más brillante y precoz de lo que ya de por sí era, su madre mentía a todo el mundo sobre su edad, diciendo que era dos años más joven. Y es que, tan pronto como detectó las dotes para la música de su hijo, el padre de Beethoven, que era un modesto músico aficionado al alcohol, solo tenía un objetivo en la vida: convertir a su hijo en un prodigio de la música.

Una cinta de radiocasete con la Sinfonía Nº6 (La Pastoral), con la carátula bajada por el sol me sirvió para hacer un trabajo a los 15 años que expuse con una peluca de pelo cano para emularlo. Y fue el quiz para no abandonarle jamás.

Con este panorama, a los 32 años, Bethoven escribió su testamento, por si acaso. La vida no le trataba muy bien y él, a la vida, tampoco. En el documento dejaba bien claro que si no hubiera sido por la música, ya se habría suicidado. La sordera le mataba poco a poco. Entre sus últimos deseos, pedía que el día de su muerte, fuera el médico de confianza a describir el motivo del fallecimiento, para hacerlo público y así reconciliarse con el mundo. Llegaba tarde, el médico ya había muerto mucho antes.

Pero no hay mal que cien años dure, más bien 200 años; porque se acaban de analizar el ADN de varios mechones de Bethoven, cinco nada menos. A Jesulín de Ubrique le pedían un hijo y a Bethoven mechones.

De ese estudio se revela que lo de la sordera no tiene base genética; así que el mal procedía del ambiente. Lo que también se sabe es que su ADN era sensible a enfermedades hepáticas, lo que justificaba su ictericia y sus episodios de hepatitis B. Parece ser que los chupitinos y los lingotazos ayudaron a desencadenarlo solo. La soledad silenciosa del genio se ahogaba en el letal alcohol, por poco que fuera. 

De este estudio también se desprender que su código genético no responde a los que hoy se consideran herederos, así que algún desliz matrimonial hubo en la saga de los Bethoven.

Con la sordera, Bethoven portaba de forma continuada un cuaderno que le servía para comunicarse con los demás. Los famosos cuadernos de conversaciones, que luego fueron publicados y que tengo pendientes de leer. Allí mezclaba peticiones, emociones, noticias y alguna que otra armonía.

Sin duda unos documentos que dan otra vuelta de hoja a la vida de Bethoven. Y digo yo, ¿de qué hablan los sordos? Mejor dicho, ¿de qué escriben? Estos días atrás revisaba los pequeños cuadernos de Guerrero en los que escribía a mi bisabuela. ¿Tomaste les pastilles? Murió la del tercero. El lunes vamos al médico…. Sin armonías ni corcheas; con bolígrafo negro. Y sin haber repartido mechones. La vida pues.

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